Cuando terminé de leer Un hombre enamorado de Karl Ove Knausgard no pude abrir un libro en cuatro semanas. Me quedé agitado,
desfondado, alterado, abrumado, liado, sonrojado, ilustrado, motivado,
defenestrado, reanimado, pulverizado, vigorizado, simplificado, extraviado,
hastiado, realizado, narcotizado.
Cuando acabé El Reino, de Emmanuel Carrère, me sentí
liberado y acompañado en mi orfandad religiosa, pero pude seguir leyendo. Al
finalizar En Movimiento, de Oliver Sacks, me sentí agradecido y feliz por la
generosidad de Sacks.
Los tres libros, siendo distintos, tienen una conexión
genial que tiene que ver con la honestidad brutal con la que plasman, afrontan
y reflejan sus contradicciones. Es verdad que en los tres se destila un punto
de egocentrismo propio del que ha decidido vaciarse navegando en la genialidad,
pero los tres ejercicios son tres embestidas, tres ¡zas! que recibe el lector conscientemente
desde el momento en el que decide sumergirse en semejante torrente de
genialidad, generosidad y talento.
Pero para mi, los tres libros tienen más valor si cabe por
haber aparecido en la época del postureo, de la narrativa estéril y pacata en
la que caemos todos y que encuentra su máxima expresión en las redes sociales,
donde casi todo el mundo parece feliz, auténtico, cool, divertido, enrollado,
culto o extraordinario. Sí, una narrativa colorista y sin fondo alguno que deja
un rastro vanidoso y efímero, escasamente emocionante y en muchos casos ridículo.
En estos tiempos es un brindis al sol, lo sé; una suerte de
soledad madura pero placentera, pero tengo que decir que me gusta la literatura
buena porque precisamente es lo contrario al postureo; porque puede emocionar,
ser extraordinaria, divertir, hacerte llorar o hacerte sentirte único, pero
dejando un rastro duradero, interpretable, emocionante y nada ridículo.
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